Ocurre de vez en cuando que en una corrección de texto al corrector profesional se le escapa alguna errata. Cuando esto sucede y el cliente en cuestión pertenece al gremio editorial, en muchas ocasiones ni siquiera nos llama para comunicárnoslo. Se trata de un hecho que se concibe como normal por parte de los profesionales del lenguaje, que conocen perfectamente la dureza de la labor de los que nos dejamos los ojos pegados a la pantalla varias horas al día.
Sin embargo, cuando una empresa de otro gremio cualquiera que ha contratado nuestros servicios descubre una errata, se encienden todas las alarmas. Y no voy a ser yo quien les niegue su parte de razón, y más teniendo en cuenta que uno de los axiomas propios de cualquier organización empresarial es la eficacia. Simplemente, una errata no entra dentro de su concepto productivo.
Es en estos casos en los que nos vemos obligados a hacer un poco de pedagogía, eso sí, sin tirar balones fuera ni escudarnos en nuestros argumentos. Pero es necesario que nuestros clientes, todos y no solo los pertenecientes al ámbito editorial, entiendan en profundidad la tarea de un corrector de textos y las dificultades que tenemos que solventar en un proceso de corrección.
En primer lugar, no podemos negar que el profesional, cuando se le recrimina una errata, se siente en cierto modo frustrado consigo mismo, y debe evitar trasladar este sentimiento en forma de enfado al cliente. Pero no deja de ser cierto que, como dice Pablo Valle en su libro Cómo corregir sin ofender: «cuando hay una errata tipográfica en una página, hay más de mil letras y espacios correctamente corregidos». Para tomar conciencia de ello, no hay más que echar un vistazo al documento con el control de cambios activado y comprobar la cantidad de color rojo, las correcciones, que este presenta. El profesional no se frustra solo por haber cometido un fallo, sino porque ese fallo resalte entre tanto acierto, echando por tierra horas y horas de trabajo.
Erratas hay en casi cualquier libro que puedas imaginar, el fallo puede hacer acto de presencia y persistir incluso después de haber realizado las varias correcciones que se llevan a cabo en un proceso de edición. Sí, incluso el Diccionario de la Real Academia Española, un libro de consulta básico para cualquier corrector de textos, contiene en su última edición digital, tal y como señala César Alcides en su Fe de erratas no autorizada del DRAE, más de 2700 erratas. Y esto en el libro editado por las máximas autoridades de la lengua del país.
Pero ¿por qué se le escapa al corrector una errata?, ¿cuál es el principal enemigo del corrector? La respuesta es inquietante. Su propio cerebro.
El cerebro humano, órgano que procesa todos los estímulos que recibimos a través de los sentidos, presenta una serie de mecanismos adaptativos que le permiten ahorrar energía y destinarla a procesar otro tipo de datos. Uno de estos mecanismos es la automatización de procesos. Imagina que cada vez que tuvieras que andar tuvieras que hacerlo de forma consciente: levantar un pie, lanzar la rodilla hacia delante, calcular la posición de aterrizaje, medir la potencia del impulso, etcétera. Sería un esfuerzo tan tedioso que preferiríamos permanecer sentados. Pues bien, esto mismo sucede con el procesamiento del lenguaje, un proceso mental altamente especializado y automatizado y que juega en contra del corrector.
Estudios recientes llevados a cabo por miembros del Centro Médico de la Universidad de Georgetown han vertido un poco más de luz sobre un hecho que ya se conoce desde hace décadas: el cerebro es capaz de descodificar eficazmente el lenguaje escrito incluso con una cantidad importante de errores, aun sustituyendo por números las vocales. De hecho, en ocasiones solo basta con leer la primera y última letra de una palabra para que el cerebro, teniendo en cuenta el contexto, anticipe una predicción referente a cuál es la palabra que debe aparecer y, automáticamente, la valida. Es por eso que podamos leer, con más o menos dificultad, mnsjes cmoo etse, o c8m8 3st3 8tr8.
En realidad, lo que sucede con la palabra escrita es que el cerebro no tiene en cuenta cada grafía por separado, sino que hace un procesamiento de la imagen completa. Es decir, convierte en una imagen todas las palabras que va aprendiendo. De este modo, no necesita descodificar cada letra y unirla con la anterior y con la posterior, lo que sería antieconómico para él, sino que toma la palabra como una sola unidad de información en lugar de dividirla en múltiples unidades, como son las letras.
Imaginad por un momento la tarea que debe realizarse en una corrección de textos. En ella, el profesional debe desactivar en la medida de sus posibilidades este automatismo tan potente, sobreponerse a lo que su propia naturaleza le indica y analizar cada palabra en busca del error más sutil. Esta labor requiere un alto grado de atención y de entrenamiento mental, además del consabido dominio de la lengua que se le supone. Luchar contra nuestro propio cerebro es una tarea difícil, y no es de extrañar que en algún momento asome la cabeza el dichoso automatismo y dé al traste con una corrección, hasta ese momento, impecable.
A veces, y además con mayor probabilidad, se pueden pasar por alto erratas incluso en textos destacados o en epígrafes compuestos por una sola palabra, razón por la que el cliente suele recriminarnos la evidencia del error. Pero, si se tiene en consideración lo que he escrito hasta ahora, se comprenderá que este tipo de errores es más común de lo que parece, ya que, como hemos dicho, el cerebro se impone, valida la imagen mental que se ha hecho de la palabra y te deja vendido ante las quejas.
Este es, en fin, el pan nuestro de cada día. Solo me queda, para terminar como se debe este artículo, pedir disculpas de antemano a todas las personas que contraten nuestros servicios y que encuentren alguna errata en sus correcciones. Aunque, sin querer sacar pecho, pero tampoco que se nos acuse de falsa modestia, les costará encontrarlas.